viernes, 27 de septiembre de 2013

ENCÍCLICA MORTALIUM ÁNIMOS 
  
Pio XI, 6 de enero de 1928

ACERCA DE CÓMO SE HA DE FOMENTAR LA VERDADERA UNIDAD RELIGIOSA

  A los patriarcas, primados, arzobispos y obispos y otros ordinarios en paz y comunión con la Sede
Apostólica
  Venerables Hermanos: Salud y bendición apostólica
Nunca quizás como en los actuales tiempos se ha apoderado del corazón de todos los hombres un tan
vehemente deseo de fortalecer y aplicar al bien común de la sociedad humana los vínculos de fraternidad
que, en virtud de nuestro común origen y naturaleza, nos unen y enlazan a unos con otros.
Porque no gozando todavía las naciones plenamente de los dones de la paz, antes al contrario, estallando
en varias partes discordias nuevas y antiguas, en forma de sediciones y luchas civiles y no pudiéndose
además dirimir las controversias, harto numerosas, acerca de la tranquilidad y prosperidad de los pueblos
sin que intervengan el esfuerzo y la acción concorde de aquellos que gobiernan los Estados, y dirigen y
fomentan sus intereses, fácilmente se echa de ver -mucho más conviniendo todos en la unidad del género
humano-, por qué son tantos los que anhelan ver a las naciones cada vez más unidas entre sí por esta
fraternidad universal.
[La fraternidad en religión; congresos ecuménicos]
Cosa muy parecida se esfuerzan algunos por conseguir en los que toca a la ordenación de la nueva ley
promulgada por Jesucristo Nuestro Señor. Convencidos de que son rarísimos los hombres privados de
todo sentimiento religioso, parecen haber visto en ello esperanza de que no será difícil que los pueblos,
aunque disientan unos de otros en materia de religión, convengan fraternalmente en la profesión de
algunas doctrinas que sean como fundamento común de la vida espiritual. Con tal fin suelen estos mismos
organizar congresos, reuniones y conferencias, con no escaso número de oyentes, e invitar a discutir allí
promiscuamente a todos, a infieles de todo género, a cristianos y hasta a aquellos que apostataron
miserablemente de Cristo o con obstinada pertinacia niegan la divinidad de su Persona o misión.
[Los católicos no pueden aprobarlo]
Tales tentativas no pueden, de ninguna manera obtener la aprobación de los católicos, puesto que están
fundadas en la falsa opinión de los que piensan que todas las religiones son, con poca diferencia, buenas y
laudables, pues, aunque de distinto modo, todas nos demuestran y significan igualmente el ingénito y
nativo sentimiento con que somos llevados hacia Dios y reconocemos obedientemente su imperio.
Cuantos sustentan esta opinión, no sólo yerran y se engañan, sino también rechazan la verdadera religión,
adulterando su concepto esencial, y poco a poco vienen a parar al naturalismo y ateísmo; de donde
claramente se sigue que, cuantos se adhieren a tales opiniones y tentativas, se apartan totalmente de la
religión revelada por Dios.
[Otro error: la unión de todos los cristianos. Argumentos falaces]
Pero donde con falaz apariencia de bien se engañan más fácilmente algunos, es cuando se trata de
fomentar la unión de todos los cristianos. ¿Acaso no es justo -suele repetirse- y no es hasta conforme con
el deber, que cuantos invocan el nombre de Cristo se abstengan de mutuas recriminaciones, y se unan por
fin un día con vínculos de mutua caridad? Y quién se atreverá a decir que ama a Jesucristo, si no procura
con todas sus fuerzas realizar los deseos que El manifestó al rogar a su Padre que sus discípulos fuesen
una sola cosa? (Juan 17, 21). Y el mismo Jesucristo ¿por ventura no quiso que sus discípulos se
distinguiesen y diferenciasen de los demás por este rasgo y señal de amor mutuo: En esto conocerán todos
que sois mis discípulos, en que os améis unos a otros? (Juan 13, 35) ¡Ojalá -añaden- fuesen una sola cosa
todos los cristianos! Mucho más podrían hacer para rechazar la peste de la impiedad, que, deslizándose y
extendiéndose cada vez más, amenaza debilitar el Evangelio.
Estos y otros argumentos parecidos divulgan y difunden los llamados “pancristianos”; los cuales, lejos de
ser pocos en número, han llegado a formar legiones y a agruparse en asociaciones ampliamente
extendidas, bajo la dirección, las más de ellas, de hombres católicos, aunque discordes entre sí en materia
de fe.
Exhortándonos, pues, la conciencia de Nuestro deber a no permitir que la grey del Señor sea sorprendida
por perniciosas falacias, invocamos vuestro celo, Venerables Hermanos, para evitar mal tan grave, pues
confiamos que cada uno de vosotros, por escrito y de palabra, podrá más fácilmente comunicarse con el
pueblo y hacerle entender mejor los principios y argumentos que vamos a exponer, y en los cuales
hallarán los católicos la norma de lo que deben pensar y practicar en cuanto se refiere al intento de unir de
cualquier manera en un solo cuerpo a todos los hombres que se llaman católicos.
[Sólo una religión puede ser verdadera: la revelada por Dios]
Dios, Creador de todas las cosas, nos ha creado a los hombres con el fin de que le conozcamos y le
sirvamos. Tiene, pues, nuestro Creador perfectísimo derecho a ser servido por nosotros. Pudo ciertamente
Dios imponer para el gobierno de los hombres una sola ley, la de la naturaleza, ley esculpida por Dios en
el corazón del hombre al crearle; y pudo después regular los progresos de esa misma ley con sólo su
providencia ordinaria. Pero en vez de ella prefirió dar El mismo los preceptos que habíamos de obedecer;
y en el decurso de los tiempos, esto es, desde los orígenes del género humano hasta la venida y
predicación de Jesucristo, enseñó por Sí mismo a los hombres los deberes que su naturaleza racional les
impone para con su Creador. «Dios, que en otro tiempo habló a nuestros padres en diferentes ocasiones y
de muchas maneras, por medio de los Profetas nos ha hablado últimamente por su Hijo Jesucristo»
(Hebr. 1, 1-2). Por donde claramente se ve que ninguna religión puede ser verdadera fuera de aquella que
se funda en la palabra revelada por Dios, revelación que comenzada desde el principio, y continuada
durante la Ley Antigua, fue perfeccionada por el mismo Jesucristo con la Ley Nueva. Ahora bien: si Dios
ha hablado -y que haya hablado lo comprueba la historia- es evidente que el hombre está obligado a creer
absolutamente la revelación de Dios. Y con el fin de que cumpliésemos bien lo uno y lo otro, para gloria
de Dios y salvación nuestra, el Hijo Unigénito de Dios fundó en la tierra su Iglesia.
[La única religión revelada es la de la Iglesia Católica]
Así pues, los que se proclaman cristianos es imposible no crean que Cristo fundó una Iglesia, y
precisamente una sola. Mas, si se pregunta cuál es esa Iglesia conforme a la voluntad de su Fundador, en
esto ya no convienen todos. Muchos de ellos, por ejemplo, niegan que la Iglesia de Cristo haya de ser
visible, a lo menos en el sentido de que deba mostrarse como un solo cuerpo de fieles, concordes en una
misma doctrina y bajo un solo magisterio y gobierno. Estos tales entienden que la Iglesia visible no es
más que la alianza de varias comunidades cristianas, aunque las doctrinas de cada una de ellas sean
distintas.
Pero es lo cierto que Cristo Nuestro Señor instituyó su Iglesia como sociedad perfecta, externa y visible,
por su propia naturaleza, a fin de que prosiguiese realizando, de allí en adelante, la obra de la salvación
del género humano, bajo la guía de una sola cabeza (Mat. 16, 18; Luc. 22, 32; Juan 21, 15-17) con
magisterio de viva voz (Marc. 16, 15) y por medio de la administración de los sacramentos (Juan 3, 5; 6,
59-59; 18, 18; 20, 22), fuente de la gracia divina; por eso en sus parábolas firmó que era semejante a un
reino (Mat. 13, 24, 31, 33, 34, 47), a una casa (Ver Mat. 16, 18), a un aprisco (Juan 10, 10) y a una grey
(Juan 21,15-17). Esta Iglesia, tan maravillosamente fundada, no podía ciertamente cesar ni extinguirse,
muertos su Fundador y los Apóstoles que en un principio la propagaron, puesto que a ella se le había
confiado el mandato de conducir a la eterna salvación a todos los hombres, sin excepción del lugar ni de
tiempo: «Id, pues, e instruid a todas las naciones» (Mt. 28, 19). Y en el cumplimiento continuo de este oficio, ¿acaso faltará a la Iglesia el valor ni la eficacia, hallándose perpetuamente asistida con la presencia
del mismo Cristo, que solemnemente le prometió: «He aquí que yo estaré siempre con vosotros, hasta la
consumación de los siglos» (Mt. 28, 20). Por tanto, la Iglesia de Cristo no sólo ha de existir
necesariamente hoy, mañana y siempre, sino también ha de ser exactamente la misma que fue en los
tiempos apostólicos, si no queremos decir -y de ello estamos muy lejos- que Cristo Nuestro Señor no ha
cumplido su propósito, o se engañó cuando dijo que las puertas del infierno no habían de prevalecer
contra ella (Mt. 16, 18).
[La pretendida “división” de la Iglesia]
Y aquí se nos ofrece ocasión de exponer y refutar la falsa opinión de la cual parece depender toda esta
cuestión, y en la cual tiene su origen la múltiple acción y confabulación de los acatólicos que trabajan,
como hemos dicho, por la unión de las iglesias cristianas. Los autores de este proyecto no dejan de repetir
casi infinitas veces las palabras de Cristo: «Sean todos una misma cosa... Habrá un solo rebaño, y un solo
pastor» (Jn. 17, 21; 10, 16), mas de tal manera las entienden, que, según ellos, sólo significan un deseo y
una aspiración de Jesucristo, deseo que todavía no se ha realizado. Opinan, pues, que la unidad de fe y de
gobierno, nota distintiva de la verdadera y única Iglesia de Cristo, no ha existido casi nunca hasta ahora, y
ni siquiera hoy existe: podrá ciertamente, desearse, y tal vez algún día se consiga, mediante la concorde
impulsión de las voluntades; pero entre tanto, habrá que considerarla sólo como un ideal.
Añaden que la Iglesia, de suyo o por su propia naturaleza, está dividida en partes; esto es, se halla
compuesta de varias comunidades distintas, separadas todavía unas de otras, y coincidentes en algunos
puntos de doctrina, aunque discrepantes en lo demás y cada una con los mismos derechos exactamente
que las otras; y que la Iglesia sólo fue única y una, a lo sumo desde la edad apostólica hasta tiempos de
los primeros Concilios Ecuménicos. Sería necesario pues -dicen-, que, suprimiendo y dejando a un lado
las controversias y variaciones rancias de opiniones, que han dividido hasta hoy a la familia cristiana, se
formule, se proponga con las doctrinas restantes una norma común de fe, con cuya profesión puedan
todos no ya reconocerse, sino sentirse hermanos. Y cuando las múltiples iglesias o comunidades estén
unidas por un pacto universal, entonces será cuando puedan resistir sólida y fructuosamente los avances
de la impiedad...
Esto es así tomando las cosas en general, Venerables Hermanos; mas hay quienes afirman y conceden que
el llamado protestantismo ha desechado demasiado desconsiderablemente ciertas doctrinas fundamentales
de la fe y algunos ritos del culto externo ciertamente agradables y útiles, los que la Iglesia Romana por el
contrario aún conserva; añaden sin embargo en el acto, que ella ha obrado mal porque corrompió la
religión primitiva por cuanto agregó y propuso como cosa de fe algunas doctrinas no sólo ajenas sino más
bien opuestas al Evangelio, entre las cuales se enumera especialmente el Primado de jurisdicción que ella
adjudica a Pedro y a sus sucesores en la Sede Romana.
En el número de aquellos, aunque no sean muchos, figuran también los que conceden al Romano
Pontífice cierto Primado de honor o alguna jurisdicción o potestad de la cual creen, sin embargo, que
desciendo no del derecho divino sino de cierto consenso de los fieles. Otros en cambio aún avanzan al
deseo que el mismo Pontífice presida sus asambleas, que pueden llamarse “multicolores”. Por lo demás,
aun cuando podrán encontrarse a muchos no católicos que predican a pulmón lleno la unión fraterna en
Cristo, sin embargo, hallarán pocos a quienes se ocurre que han de sujetarse y obedecer al Vicario de
Jesucristo cuando enseña o manda y gobierna. Entretanto aseveran que están dispuestos a actuar gustosos
en unión con la Iglesia Romana, naturalmente en igualdad de condiciones jurídicas, o sea de iguales a
igual: mas si pudieran actuar no parece dudoso de que lo harían con la intención de que por un pacto o
convenio por establecerse tal vez, no fueran obligados a abandonar sus opiniones que constituyen aún la
causa de su continuo errar y vagar fuera del único redil de Cristo.
[Unión para una “falsa religión cristiana”]
Siendo todo esto así, claramente se ve que ni la Sede Apostólica puede en manera alguna tener parte en
dichos congresos, ni de ningún modo pueden los católicos favorecer ni cooperar a semejantes intentos; y
si lo hiciesen, darían autoridad a una falsa religión cristiana, totalmente ajena a la única y verdadera
Iglesia de Cristo.
¿Y habremos Nos de sufrir -cosa que sería por todo extremo injusta- que la verdad revelada por Dios se
rindiese y entrase en transacciones? Porque de lo que ahora se trata es de defender la verdad revelada.
Para instruir en la fe evangélica a todas las naciones envió Cristo por el mundo todo a los Apóstoles, y
para que éstos no errasen en nada, quiso que el Espíritu Santo les enseñase previamente toda la verdad(Jn. 16, 13); ¿y acaso esta doctrina de los Apóstoles ha descaecido del todo, o siquiera se ha debilitado
alguna vez en la Iglesia a quien Dios mismo asiste dirigiéndola y custodiándola? Y si nuestro Redentor
manifestó expresamente que su Evangelio no sólo era para los tiempos apostólicos, sino también para las
edades futuras, ¿habrá podido hacerse tan obscura e incierta la doctrina de la Fe, que sea hoy conveniente
tolerar en ella hasta las opiniones contrarias entre sí? Si esto fuese verdad, habría que decir también que el
Espíritu Santo infundido en los Apóstoles, y la perpetua permanencia del mismo Espíritu en la Iglesia, y
hasta la misma predicación de Jesucristo, habría perdido hace muchos siglos toda utilidad y eficacia;
afirmación que sería ciertamente blasfema.
[Sin fe, no hay verdadera caridad]
Ahora bien: cuando del Hijo Unigénito de Dios mandó sus legados que enseñasen a todas las naciones,
impuso a todos los hombres la obligación de dar fe a cuanto les fuese enseñado por los testigos
predestinados por Dios (Act. 10, 41); obligación que sancionó de este modo: «el que creyere y fuere
bautizado, se salvará; mas el que no creyere será condenado» (Marc. 16, 16). Pero ambos preceptos de
Cristo, uno de enseñar y otro de creer, que no pueden dejar de cumplirse para alcanzar la salvación eterna,
no pueden siquiera entenderse si la Iglesia no propone, íntegra y clara, la doctrina evangélica y si al
proponerla no está ella exenta de todo peligro de equivocarse. Acerca de lo cual van extraviados también
los que creen que sin duda existe en la tierra el depósito de la verdad, pero que para buscarlo hay que
emplear tan fatigosos trabajos, tan continuos estudios y discusiones, que apenas basta la vida de un
hombre para hallarlo y disfrutarlo: como si el benignísimo Dios hubiese hablado por medio de los
Profetas y su Hijo Unigénito para que lo revelado por éstos sólo pudiesen conocerlo unos pocos, y esos ya
ancianos; y como si esa revelación no tuviese por fin enseñar la doctrina moral y dogmática, por la cual se
ha de regir el hombre durante todo el curso de su vida moral.
Podrá parecer que dichos “pancristianos”, tan atentos a unir las iglesias, persiguen el fin nobilísimo de
fomentar la caridad entre todos los cristianos. Pero, ¿cómo es posible que la caridad redunde en daño de
la fe? Nadie, ciertamente, ignora que San Juan, el Apóstol mismo de la caridad, el cual en su Evangelio
parece descubrirnos los secretos del Corazón Santísimo de Jesús, y que solía inculcar continuamente a sus
discípulos el nuevo precepto “Amaos los unos a los otros”, prohibió absolutamente todo trato y
comunicación con aquellos que no profesasen, íntegra y pura, la doctrina de Jesucristo: «Si alguno viene a
vosotros y no trae esta doctrina, no le recibáis en casa, y ni siquiera le saludéis» (II Juan, vers. 10).
Siendo, pues, la fe íntegra y sincera, como fundamento y raíz de la caridad, necesario es que los
discípulos de Cristo estén unidos principalmente con el vínculo de la unidad de fe.
[Unión irracional]
Por tanto, ¿cómo es posible imaginar una confederación cristiana, cada uno de cuyos miembros pueda,
hasta en materias de fe, conservar su sentir y juicio propios aunque contradigan al juicio y sentir de los
demás? ¿Y de qué manera, si se nos quiere decir, podrían formar una sola y misma asociación de fieles
los hombres que defienden doctrinas contrarias, como , por ejemplo, los que afirman y los que niegan que
la sagrada Tradición es fuente genuina de la divina Revelación; los que consideran de institución divina la
jerarquía eclesiástica, formada de Obispos, presbíteros y servidores del altar, y los que afirman que esa
jerarquía se ha introducido poco a poco por las circunstancias de tiempos y de cosas; los que adoran a
Cristo realmente presente en la Sagrada Eucaristía por la maravillosa conversión del pan y del vino,
llamada “transubstanciación”, y los que afirman que el Cuerpo de Cristo está allí presente sólo por la fe, o
por el signo y virtud del Sacramento; los que en la misma Eucaristía reconocen su doble naturaleza de
sacramento y sacrificio, y los que sostienen que sólo es un recuerdo o conmemoración de la Cena del
Señor; los que estiman buena y útil la suplicante invocación de los Santos que reinan con Cristo, sobre
todo de la Virgen María Madre de Dios, y la veneración de sus imágenes, y los que pretenden que tal
culto es ilícito por ser contrario al honor del único Mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo? (vide I
Tim. 2, 5)
[Resbaladero hacia el indiferentismo y el modernismo]
Entre tan grande diversidad de opiniones, no sabemos cómo se podrá abrir camino para conseguir la
unidad de la Iglesia, unidad que no puede nacer más que de un solo magisterio, de una sola ley de creer y
de una sola fe de los cristianos. En cambio, sabemos ciertamente que de esa diversidad de opiniones es
fácil el paso al menosprecio de toda religión o “indiferentismo”, o al llamado “modernismo”, con el cual
los que están desdichadamente inficionados, sostienen que la verdad dogmática no es absoluta sino
relativa, o sea, proporcionada a las diversas necesidades de lugares y tiempos, y a las varias tendencias de los espíritus, no hallándose contenida en una revelación inmutable, sino siendo de suyo acomodable a la
vida de los hombres.
Además, en lo que concierne a las cosas que han de creerse, de ningún modo es lícito establecer aquella
diferencia entre las verdades de la fe que llaman fundamentales y no fundamentales, como gustan decir
ahora, de las cuales las primeras deberían ser aceptadas por todos, las segundas, por el contrario, podrían
dejarse al libre arbitrio de los fieles; pero la virtud de la fe tiene su causa formal en la autoridad de Dios
revelador que no admite ninguna distinción de esta suerte. Por eso, todos los que verdaderamente son de
Cristo prestarán la misma fe al dogma de la Madre de Dios concebida sin pecado original como, por
ejemplo, al misterio de la augusta Trinidad; creerán con la misma firmeza en el Magisterio infalible de
Romano Pontífice, en el mismo sentido con que lo definiera el Concilio Ecuménico del Vaticano [Iº],
como en la Encarnación del Señor.
No porque la Iglesia sancionó con solemne decreto y definió las mismas verdades de un modo distinto en
diferentes edades o en edades poco anteriores han de tenerse por no igualmente ciertas ni creerse del
mismo modo. ¿No las reveló todas Dios?
Pues, el Magisterio de la Iglesia, el cual, por designio divino fue constituido en la tierra a fin de que las
doctrinas reveladas perdurasen incólumes para siempre y llegasen con mayor facilidad y seguridad al
conocimiento de los hombres aun cuando el Romano Pontífice y los Obispos que viven en unión con él,
lo ejerzan diariamente, se extiende, sin embargo, al oficio de proceder oportunamente con solemnes ritos
y decretos a la definición de alguna verdad, especialmente entonces cuando a los errores e impugnaciones
de los herejes deben más eficazmente oponerse o inculcarse en los espíritus de los fieles, más clara y
sutilmente explicados, puntos de la sagrada doctrina.
Mas por ese ejercicio extraordinario del Magisterio no se introduce, naturalmente, ninguna invención, ni
se añade ninguna novedad al acervo de aquellas verdades que en el depósito de la revelación, confiado
por Dios a la Iglesia, no estén contenidas, por lo menos implícitamente, sino que se explican aquellos
puntos que tal vez para muchos aún parecen permanecer oscuros o se establecen como cosas de fe los que
algunos han puesto en tela de juicio.
[La única manera de unir a todos los cristianos]
Bien claro se muestra, pues, Venerables Hermanos, por qué esta Sede Apostólica no ha permitido nunca a
los suyos que asistan a los citados congresos de acatólicos; porque la unión de los cristianos no se puede
fomentar de otro modo que procurando el retorno a los disidentes a la única y verdadera Iglesia de Cristo,
de la cual un día desdichadamente se alejaron; a aquella única y verdadera Iglesia que todos ciertamente
conocen, y que por la voluntad de su Fundador debe permanecer siempre tal cual El mismo la fundó para
la salvación de todos. Nunca, en el transcurso de los siglos, se contaminó esta mística Esposa de Cristo, ni
podrá contaminarse jamás, como dijo bien San Cipriano: «No puede adulterar la Esposa de Cristo; es
incorruptible y fiel. Conoce una sola casa y custodia con casto pudor la santidad de una sola estancia»
(1). Por eso se maravillaba con razón el santo Mártir de que alguien pudiese creer «que esta unidad,
fundada en la divina estabilidad y robustecida por medio de celestiales sacramentos, pudiese desgarrarse
en la Iglesia, y dividirse por el disentimiento de las voluntades discordes» (2). Porque siendo el cuerpo
místico de Cristo, esto es, la Iglesia, uno (I Cor. 12, 12), compacto y conexo (Efes. 4, 15), lo mismo que
su cuerpo físico, necedad es decir que el cuerpo místico puede constar de miembros divididos y
separados; «quien, pues, no está unido con él no es miembro suyo, ni está unido con su cabeza, que es
Cristo» (Efes. 5, 30; 1, 22).
Ahora bien, en esta única Iglesia de Cristo nadie vive y nadie persevera, que no reconozca y acepte con
obediencia la suprema autoridad de Pedro y de sus legítimos sucesores. ¿No fue acaso al Obispo de Roma
a quien obedecieron, como a sumo Pastor de las almas, los ascendientes de aquellos que hoy yacen
anegados en los errores de Focio, y de otros novadores? Alejáronse ¡ay! los hijos de la casa paterna, que
no por eso se arruinó ni pereció, sostenida como está perpetuamente por el auxilio de Dios. Vuelvan,
pues, al Padre común, que olvidando las injurias inferidas ya a la Sede Apostólica, los recibirá
amantísimamente. Porque, si, como ellos repiten, desean asociarse a Nos y a los Nuestros, ¿por qué no se
apresuran a venir a la Iglesia, «madre y maestra de todos los fieles de Cristo» (3)? Oigan cómo clamaba
en otro tiempo Lactancio: «Sólo la Iglesia Católica es la que conserva el culto verdadero. Ella es la
fuente de la verdad, la morada de la Fe, el templo de Dios; quienquiera que en él no entre o de él salga,
perdido ha la esperanza de vida y de salvación. Menester es que nadie se engaña a sí mismo con pertinaces discusiones. Lo que aquí se ventila es la vida y la salvación; a la cual si no se atiende con
diligente cautela, se perderá y se extinguirá» (4).
Vuelvan, pues, a la Sede Apostólica, asentada en esta ciudad de Roma, que consagraron con su sangre los
Príncipes de los Apóstoles San Pedro y San Pablo, a la Sede «raíz y matriz de la Iglesia Católica» (5);
vuelvan los hijos disidentes, no ya con el deseo y la esperanza de que «la Iglesia de Dios vivo, la columna
y sostén de la verdad» (I Tim. 3, 15), abdique de la integridad de su fe, y consienta los errores de ellos,
sino para someterse al magisterio y al gobierno de ella. Pluguiese al Cielo alcanzásemos felizmente Nos,
los que no alcanzaron tantos predecesores Nuestros: el poder abrazar con paternales entrañas a los hijos
que tanto nos duele ver separados de Nos por una funesta división.
[Plegaria a Cristo Nuestro Señor y a María Santísima]
Y ojalá Nuestro Divino Salvador, «el cual quiere que todos los hombres se salven y vengan al
conocimiento de la verdad» (I Tim. 2, 4), oiga Nuestras ardientes oraciones para que se digne llamar a la
unidad de la Iglesia a cuantos están separados de ella.
Con este fin, sin duda importantísimo, invocamos y queremos que se invoque la intercesión de la
Bienaventurada Virgen María, Madre de la Divina Gracia, develadora de todas las herejías y Auxilio de
los cristianos, para que cuanto antes nos alcance la gracia de ver alborear el deseadísimo día en que todos
los hombres oigan la voz de su divino Hijo, y «conserven la unidad del Espíritu Santo con el vínculo de la
paz» (Efes. 4, 3).
[Conclusión y bendición]
Bien comprendéis, Venerables Hermanos, cuánto deseamos Nos este retorno, y cuánto anhelamos que así
lo sepan todos Nuestros hijos, no solamente los católicos, sino también los disidentes de Nos; los cua
les, si imploran humildemente las luces del cielo, reconocerán, sin duda, a la verdadera Iglesia de Cristo,
y entrarán, por fin, en su seno, unidos con Nos en perfecta caridad. En espera de tal suceso, y como
prenda y auspicio de los divinos favores, y testimonio de Nuestra paternal benevolencia, a vosotros,
Venerables Hermanos, y a vuestro clero y pueblo, os concedemos de todo corazón la bendición
apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 6 de enero, fiesta de la Epifanía de Nuestro Señor Jesucristo, el 
año 1928, sexto de Nuestro Pontificado.
PÍO PAPA XI


Notas:
(1) San Cipriano, De la Unidad de la Iglesia (Migne, PL 4, col. 518-519).
(2) op. cit., col. 519-B y 520-A.
(3) Conc. Lateranense IV, c. 5 (Denzinger -ant.-, n. 436).
(4) Lactando Div. Inst. 4, 30. (Corp. Ser. E. Lat., vol. 19, pág. 397,11-12; Migne Pl. 6, col. 542-B a 543-
A).
(5) S. Cipr. Carta 38 al Papa San Cornelio. (Entre las cartas de S. Cornelio Papa; Migne P. 3 col. 733-B).

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