viernes, 27 de septiembre de 2013

ENCÍCLICA MORTALIUM ÁNIMOS 
  
Pio XI, 6 de enero de 1928

ACERCA DE CÓMO SE HA DE FOMENTAR LA VERDADERA UNIDAD RELIGIOSA

  A los patriarcas, primados, arzobispos y obispos y otros ordinarios en paz y comunión con la Sede
Apostólica
  Venerables Hermanos: Salud y bendición apostólica
Nunca quizás como en los actuales tiempos se ha apoderado del corazón de todos los hombres un tan
vehemente deseo de fortalecer y aplicar al bien común de la sociedad humana los vínculos de fraternidad
que, en virtud de nuestro común origen y naturaleza, nos unen y enlazan a unos con otros.
Porque no gozando todavía las naciones plenamente de los dones de la paz, antes al contrario, estallando
en varias partes discordias nuevas y antiguas, en forma de sediciones y luchas civiles y no pudiéndose
además dirimir las controversias, harto numerosas, acerca de la tranquilidad y prosperidad de los pueblos
sin que intervengan el esfuerzo y la acción concorde de aquellos que gobiernan los Estados, y dirigen y
fomentan sus intereses, fácilmente se echa de ver -mucho más conviniendo todos en la unidad del género
humano-, por qué son tantos los que anhelan ver a las naciones cada vez más unidas entre sí por esta
fraternidad universal.
[La fraternidad en religión; congresos ecuménicos]
Cosa muy parecida se esfuerzan algunos por conseguir en los que toca a la ordenación de la nueva ley
promulgada por Jesucristo Nuestro Señor. Convencidos de que son rarísimos los hombres privados de
todo sentimiento religioso, parecen haber visto en ello esperanza de que no será difícil que los pueblos,
aunque disientan unos de otros en materia de religión, convengan fraternalmente en la profesión de
algunas doctrinas que sean como fundamento común de la vida espiritual. Con tal fin suelen estos mismos
organizar congresos, reuniones y conferencias, con no escaso número de oyentes, e invitar a discutir allí
promiscuamente a todos, a infieles de todo género, a cristianos y hasta a aquellos que apostataron
miserablemente de Cristo o con obstinada pertinacia niegan la divinidad de su Persona o misión.
[Los católicos no pueden aprobarlo]
Tales tentativas no pueden, de ninguna manera obtener la aprobación de los católicos, puesto que están
fundadas en la falsa opinión de los que piensan que todas las religiones son, con poca diferencia, buenas y
laudables, pues, aunque de distinto modo, todas nos demuestran y significan igualmente el ingénito y
nativo sentimiento con que somos llevados hacia Dios y reconocemos obedientemente su imperio.
Cuantos sustentan esta opinión, no sólo yerran y se engañan, sino también rechazan la verdadera religión,
adulterando su concepto esencial, y poco a poco vienen a parar al naturalismo y ateísmo; de donde
claramente se sigue que, cuantos se adhieren a tales opiniones y tentativas, se apartan totalmente de la
religión revelada por Dios.
[Otro error: la unión de todos los cristianos. Argumentos falaces]
Pero donde con falaz apariencia de bien se engañan más fácilmente algunos, es cuando se trata de
fomentar la unión de todos los cristianos. ¿Acaso no es justo -suele repetirse- y no es hasta conforme con
el deber, que cuantos invocan el nombre de Cristo se abstengan de mutuas recriminaciones, y se unan por
fin un día con vínculos de mutua caridad? Y quién se atreverá a decir que ama a Jesucristo, si no procura
con todas sus fuerzas realizar los deseos que El manifestó al rogar a su Padre que sus discípulos fuesen
una sola cosa? (Juan 17, 21). Y el mismo Jesucristo ¿por ventura no quiso que sus discípulos se
distinguiesen y diferenciasen de los demás por este rasgo y señal de amor mutuo: En esto conocerán todos
que sois mis discípulos, en que os améis unos a otros? (Juan 13, 35) ¡Ojalá -añaden- fuesen una sola cosa
todos los cristianos! Mucho más podrían hacer para rechazar la peste de la impiedad, que, deslizándose y
extendiéndose cada vez más, amenaza debilitar el Evangelio.
Estos y otros argumentos parecidos divulgan y difunden los llamados “pancristianos”; los cuales, lejos de
ser pocos en número, han llegado a formar legiones y a agruparse en asociaciones ampliamente
extendidas, bajo la dirección, las más de ellas, de hombres católicos, aunque discordes entre sí en materia
de fe.
Exhortándonos, pues, la conciencia de Nuestro deber a no permitir que la grey del Señor sea sorprendida
por perniciosas falacias, invocamos vuestro celo, Venerables Hermanos, para evitar mal tan grave, pues
confiamos que cada uno de vosotros, por escrito y de palabra, podrá más fácilmente comunicarse con el
pueblo y hacerle entender mejor los principios y argumentos que vamos a exponer, y en los cuales
hallarán los católicos la norma de lo que deben pensar y practicar en cuanto se refiere al intento de unir de
cualquier manera en un solo cuerpo a todos los hombres que se llaman católicos.
[Sólo una religión puede ser verdadera: la revelada por Dios]
Dios, Creador de todas las cosas, nos ha creado a los hombres con el fin de que le conozcamos y le
sirvamos. Tiene, pues, nuestro Creador perfectísimo derecho a ser servido por nosotros. Pudo ciertamente
Dios imponer para el gobierno de los hombres una sola ley, la de la naturaleza, ley esculpida por Dios en
el corazón del hombre al crearle; y pudo después regular los progresos de esa misma ley con sólo su
providencia ordinaria. Pero en vez de ella prefirió dar El mismo los preceptos que habíamos de obedecer;
y en el decurso de los tiempos, esto es, desde los orígenes del género humano hasta la venida y
predicación de Jesucristo, enseñó por Sí mismo a los hombres los deberes que su naturaleza racional les
impone para con su Creador. «Dios, que en otro tiempo habló a nuestros padres en diferentes ocasiones y
de muchas maneras, por medio de los Profetas nos ha hablado últimamente por su Hijo Jesucristo»
(Hebr. 1, 1-2). Por donde claramente se ve que ninguna religión puede ser verdadera fuera de aquella que
se funda en la palabra revelada por Dios, revelación que comenzada desde el principio, y continuada
durante la Ley Antigua, fue perfeccionada por el mismo Jesucristo con la Ley Nueva. Ahora bien: si Dios
ha hablado -y que haya hablado lo comprueba la historia- es evidente que el hombre está obligado a creer
absolutamente la revelación de Dios. Y con el fin de que cumpliésemos bien lo uno y lo otro, para gloria
de Dios y salvación nuestra, el Hijo Unigénito de Dios fundó en la tierra su Iglesia.
[La única religión revelada es la de la Iglesia Católica]
Así pues, los que se proclaman cristianos es imposible no crean que Cristo fundó una Iglesia, y
precisamente una sola. Mas, si se pregunta cuál es esa Iglesia conforme a la voluntad de su Fundador, en
esto ya no convienen todos. Muchos de ellos, por ejemplo, niegan que la Iglesia de Cristo haya de ser
visible, a lo menos en el sentido de que deba mostrarse como un solo cuerpo de fieles, concordes en una
misma doctrina y bajo un solo magisterio y gobierno. Estos tales entienden que la Iglesia visible no es
más que la alianza de varias comunidades cristianas, aunque las doctrinas de cada una de ellas sean
distintas.
Pero es lo cierto que Cristo Nuestro Señor instituyó su Iglesia como sociedad perfecta, externa y visible,
por su propia naturaleza, a fin de que prosiguiese realizando, de allí en adelante, la obra de la salvación
del género humano, bajo la guía de una sola cabeza (Mat. 16, 18; Luc. 22, 32; Juan 21, 15-17) con
magisterio de viva voz (Marc. 16, 15) y por medio de la administración de los sacramentos (Juan 3, 5; 6,
59-59; 18, 18; 20, 22), fuente de la gracia divina; por eso en sus parábolas firmó que era semejante a un
reino (Mat. 13, 24, 31, 33, 34, 47), a una casa (Ver Mat. 16, 18), a un aprisco (Juan 10, 10) y a una grey
(Juan 21,15-17). Esta Iglesia, tan maravillosamente fundada, no podía ciertamente cesar ni extinguirse,
muertos su Fundador y los Apóstoles que en un principio la propagaron, puesto que a ella se le había
confiado el mandato de conducir a la eterna salvación a todos los hombres, sin excepción del lugar ni de
tiempo: «Id, pues, e instruid a todas las naciones» (Mt. 28, 19). Y en el cumplimiento continuo de este oficio, ¿acaso faltará a la Iglesia el valor ni la eficacia, hallándose perpetuamente asistida con la presencia
del mismo Cristo, que solemnemente le prometió: «He aquí que yo estaré siempre con vosotros, hasta la
consumación de los siglos» (Mt. 28, 20). Por tanto, la Iglesia de Cristo no sólo ha de existir
necesariamente hoy, mañana y siempre, sino también ha de ser exactamente la misma que fue en los
tiempos apostólicos, si no queremos decir -y de ello estamos muy lejos- que Cristo Nuestro Señor no ha
cumplido su propósito, o se engañó cuando dijo que las puertas del infierno no habían de prevalecer
contra ella (Mt. 16, 18).
[La pretendida “división” de la Iglesia]
Y aquí se nos ofrece ocasión de exponer y refutar la falsa opinión de la cual parece depender toda esta
cuestión, y en la cual tiene su origen la múltiple acción y confabulación de los acatólicos que trabajan,
como hemos dicho, por la unión de las iglesias cristianas. Los autores de este proyecto no dejan de repetir
casi infinitas veces las palabras de Cristo: «Sean todos una misma cosa... Habrá un solo rebaño, y un solo
pastor» (Jn. 17, 21; 10, 16), mas de tal manera las entienden, que, según ellos, sólo significan un deseo y
una aspiración de Jesucristo, deseo que todavía no se ha realizado. Opinan, pues, que la unidad de fe y de
gobierno, nota distintiva de la verdadera y única Iglesia de Cristo, no ha existido casi nunca hasta ahora, y
ni siquiera hoy existe: podrá ciertamente, desearse, y tal vez algún día se consiga, mediante la concorde
impulsión de las voluntades; pero entre tanto, habrá que considerarla sólo como un ideal.
Añaden que la Iglesia, de suyo o por su propia naturaleza, está dividida en partes; esto es, se halla
compuesta de varias comunidades distintas, separadas todavía unas de otras, y coincidentes en algunos
puntos de doctrina, aunque discrepantes en lo demás y cada una con los mismos derechos exactamente
que las otras; y que la Iglesia sólo fue única y una, a lo sumo desde la edad apostólica hasta tiempos de
los primeros Concilios Ecuménicos. Sería necesario pues -dicen-, que, suprimiendo y dejando a un lado
las controversias y variaciones rancias de opiniones, que han dividido hasta hoy a la familia cristiana, se
formule, se proponga con las doctrinas restantes una norma común de fe, con cuya profesión puedan
todos no ya reconocerse, sino sentirse hermanos. Y cuando las múltiples iglesias o comunidades estén
unidas por un pacto universal, entonces será cuando puedan resistir sólida y fructuosamente los avances
de la impiedad...
Esto es así tomando las cosas en general, Venerables Hermanos; mas hay quienes afirman y conceden que
el llamado protestantismo ha desechado demasiado desconsiderablemente ciertas doctrinas fundamentales
de la fe y algunos ritos del culto externo ciertamente agradables y útiles, los que la Iglesia Romana por el
contrario aún conserva; añaden sin embargo en el acto, que ella ha obrado mal porque corrompió la
religión primitiva por cuanto agregó y propuso como cosa de fe algunas doctrinas no sólo ajenas sino más
bien opuestas al Evangelio, entre las cuales se enumera especialmente el Primado de jurisdicción que ella
adjudica a Pedro y a sus sucesores en la Sede Romana.
En el número de aquellos, aunque no sean muchos, figuran también los que conceden al Romano
Pontífice cierto Primado de honor o alguna jurisdicción o potestad de la cual creen, sin embargo, que
desciendo no del derecho divino sino de cierto consenso de los fieles. Otros en cambio aún avanzan al
deseo que el mismo Pontífice presida sus asambleas, que pueden llamarse “multicolores”. Por lo demás,
aun cuando podrán encontrarse a muchos no católicos que predican a pulmón lleno la unión fraterna en
Cristo, sin embargo, hallarán pocos a quienes se ocurre que han de sujetarse y obedecer al Vicario de
Jesucristo cuando enseña o manda y gobierna. Entretanto aseveran que están dispuestos a actuar gustosos
en unión con la Iglesia Romana, naturalmente en igualdad de condiciones jurídicas, o sea de iguales a
igual: mas si pudieran actuar no parece dudoso de que lo harían con la intención de que por un pacto o
convenio por establecerse tal vez, no fueran obligados a abandonar sus opiniones que constituyen aún la
causa de su continuo errar y vagar fuera del único redil de Cristo.
[Unión para una “falsa religión cristiana”]
Siendo todo esto así, claramente se ve que ni la Sede Apostólica puede en manera alguna tener parte en
dichos congresos, ni de ningún modo pueden los católicos favorecer ni cooperar a semejantes intentos; y
si lo hiciesen, darían autoridad a una falsa religión cristiana, totalmente ajena a la única y verdadera
Iglesia de Cristo.
¿Y habremos Nos de sufrir -cosa que sería por todo extremo injusta- que la verdad revelada por Dios se
rindiese y entrase en transacciones? Porque de lo que ahora se trata es de defender la verdad revelada.
Para instruir en la fe evangélica a todas las naciones envió Cristo por el mundo todo a los Apóstoles, y
para que éstos no errasen en nada, quiso que el Espíritu Santo les enseñase previamente toda la verdad(Jn. 16, 13); ¿y acaso esta doctrina de los Apóstoles ha descaecido del todo, o siquiera se ha debilitado
alguna vez en la Iglesia a quien Dios mismo asiste dirigiéndola y custodiándola? Y si nuestro Redentor
manifestó expresamente que su Evangelio no sólo era para los tiempos apostólicos, sino también para las
edades futuras, ¿habrá podido hacerse tan obscura e incierta la doctrina de la Fe, que sea hoy conveniente
tolerar en ella hasta las opiniones contrarias entre sí? Si esto fuese verdad, habría que decir también que el
Espíritu Santo infundido en los Apóstoles, y la perpetua permanencia del mismo Espíritu en la Iglesia, y
hasta la misma predicación de Jesucristo, habría perdido hace muchos siglos toda utilidad y eficacia;
afirmación que sería ciertamente blasfema.
[Sin fe, no hay verdadera caridad]
Ahora bien: cuando del Hijo Unigénito de Dios mandó sus legados que enseñasen a todas las naciones,
impuso a todos los hombres la obligación de dar fe a cuanto les fuese enseñado por los testigos
predestinados por Dios (Act. 10, 41); obligación que sancionó de este modo: «el que creyere y fuere
bautizado, se salvará; mas el que no creyere será condenado» (Marc. 16, 16). Pero ambos preceptos de
Cristo, uno de enseñar y otro de creer, que no pueden dejar de cumplirse para alcanzar la salvación eterna,
no pueden siquiera entenderse si la Iglesia no propone, íntegra y clara, la doctrina evangélica y si al
proponerla no está ella exenta de todo peligro de equivocarse. Acerca de lo cual van extraviados también
los que creen que sin duda existe en la tierra el depósito de la verdad, pero que para buscarlo hay que
emplear tan fatigosos trabajos, tan continuos estudios y discusiones, que apenas basta la vida de un
hombre para hallarlo y disfrutarlo: como si el benignísimo Dios hubiese hablado por medio de los
Profetas y su Hijo Unigénito para que lo revelado por éstos sólo pudiesen conocerlo unos pocos, y esos ya
ancianos; y como si esa revelación no tuviese por fin enseñar la doctrina moral y dogmática, por la cual se
ha de regir el hombre durante todo el curso de su vida moral.
Podrá parecer que dichos “pancristianos”, tan atentos a unir las iglesias, persiguen el fin nobilísimo de
fomentar la caridad entre todos los cristianos. Pero, ¿cómo es posible que la caridad redunde en daño de
la fe? Nadie, ciertamente, ignora que San Juan, el Apóstol mismo de la caridad, el cual en su Evangelio
parece descubrirnos los secretos del Corazón Santísimo de Jesús, y que solía inculcar continuamente a sus
discípulos el nuevo precepto “Amaos los unos a los otros”, prohibió absolutamente todo trato y
comunicación con aquellos que no profesasen, íntegra y pura, la doctrina de Jesucristo: «Si alguno viene a
vosotros y no trae esta doctrina, no le recibáis en casa, y ni siquiera le saludéis» (II Juan, vers. 10).
Siendo, pues, la fe íntegra y sincera, como fundamento y raíz de la caridad, necesario es que los
discípulos de Cristo estén unidos principalmente con el vínculo de la unidad de fe.
[Unión irracional]
Por tanto, ¿cómo es posible imaginar una confederación cristiana, cada uno de cuyos miembros pueda,
hasta en materias de fe, conservar su sentir y juicio propios aunque contradigan al juicio y sentir de los
demás? ¿Y de qué manera, si se nos quiere decir, podrían formar una sola y misma asociación de fieles
los hombres que defienden doctrinas contrarias, como , por ejemplo, los que afirman y los que niegan que
la sagrada Tradición es fuente genuina de la divina Revelación; los que consideran de institución divina la
jerarquía eclesiástica, formada de Obispos, presbíteros y servidores del altar, y los que afirman que esa
jerarquía se ha introducido poco a poco por las circunstancias de tiempos y de cosas; los que adoran a
Cristo realmente presente en la Sagrada Eucaristía por la maravillosa conversión del pan y del vino,
llamada “transubstanciación”, y los que afirman que el Cuerpo de Cristo está allí presente sólo por la fe, o
por el signo y virtud del Sacramento; los que en la misma Eucaristía reconocen su doble naturaleza de
sacramento y sacrificio, y los que sostienen que sólo es un recuerdo o conmemoración de la Cena del
Señor; los que estiman buena y útil la suplicante invocación de los Santos que reinan con Cristo, sobre
todo de la Virgen María Madre de Dios, y la veneración de sus imágenes, y los que pretenden que tal
culto es ilícito por ser contrario al honor del único Mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo? (vide I
Tim. 2, 5)
[Resbaladero hacia el indiferentismo y el modernismo]
Entre tan grande diversidad de opiniones, no sabemos cómo se podrá abrir camino para conseguir la
unidad de la Iglesia, unidad que no puede nacer más que de un solo magisterio, de una sola ley de creer y
de una sola fe de los cristianos. En cambio, sabemos ciertamente que de esa diversidad de opiniones es
fácil el paso al menosprecio de toda religión o “indiferentismo”, o al llamado “modernismo”, con el cual
los que están desdichadamente inficionados, sostienen que la verdad dogmática no es absoluta sino
relativa, o sea, proporcionada a las diversas necesidades de lugares y tiempos, y a las varias tendencias de los espíritus, no hallándose contenida en una revelación inmutable, sino siendo de suyo acomodable a la
vida de los hombres.
Además, en lo que concierne a las cosas que han de creerse, de ningún modo es lícito establecer aquella
diferencia entre las verdades de la fe que llaman fundamentales y no fundamentales, como gustan decir
ahora, de las cuales las primeras deberían ser aceptadas por todos, las segundas, por el contrario, podrían
dejarse al libre arbitrio de los fieles; pero la virtud de la fe tiene su causa formal en la autoridad de Dios
revelador que no admite ninguna distinción de esta suerte. Por eso, todos los que verdaderamente son de
Cristo prestarán la misma fe al dogma de la Madre de Dios concebida sin pecado original como, por
ejemplo, al misterio de la augusta Trinidad; creerán con la misma firmeza en el Magisterio infalible de
Romano Pontífice, en el mismo sentido con que lo definiera el Concilio Ecuménico del Vaticano [Iº],
como en la Encarnación del Señor.
No porque la Iglesia sancionó con solemne decreto y definió las mismas verdades de un modo distinto en
diferentes edades o en edades poco anteriores han de tenerse por no igualmente ciertas ni creerse del
mismo modo. ¿No las reveló todas Dios?
Pues, el Magisterio de la Iglesia, el cual, por designio divino fue constituido en la tierra a fin de que las
doctrinas reveladas perdurasen incólumes para siempre y llegasen con mayor facilidad y seguridad al
conocimiento de los hombres aun cuando el Romano Pontífice y los Obispos que viven en unión con él,
lo ejerzan diariamente, se extiende, sin embargo, al oficio de proceder oportunamente con solemnes ritos
y decretos a la definición de alguna verdad, especialmente entonces cuando a los errores e impugnaciones
de los herejes deben más eficazmente oponerse o inculcarse en los espíritus de los fieles, más clara y
sutilmente explicados, puntos de la sagrada doctrina.
Mas por ese ejercicio extraordinario del Magisterio no se introduce, naturalmente, ninguna invención, ni
se añade ninguna novedad al acervo de aquellas verdades que en el depósito de la revelación, confiado
por Dios a la Iglesia, no estén contenidas, por lo menos implícitamente, sino que se explican aquellos
puntos que tal vez para muchos aún parecen permanecer oscuros o se establecen como cosas de fe los que
algunos han puesto en tela de juicio.
[La única manera de unir a todos los cristianos]
Bien claro se muestra, pues, Venerables Hermanos, por qué esta Sede Apostólica no ha permitido nunca a
los suyos que asistan a los citados congresos de acatólicos; porque la unión de los cristianos no se puede
fomentar de otro modo que procurando el retorno a los disidentes a la única y verdadera Iglesia de Cristo,
de la cual un día desdichadamente se alejaron; a aquella única y verdadera Iglesia que todos ciertamente
conocen, y que por la voluntad de su Fundador debe permanecer siempre tal cual El mismo la fundó para
la salvación de todos. Nunca, en el transcurso de los siglos, se contaminó esta mística Esposa de Cristo, ni
podrá contaminarse jamás, como dijo bien San Cipriano: «No puede adulterar la Esposa de Cristo; es
incorruptible y fiel. Conoce una sola casa y custodia con casto pudor la santidad de una sola estancia»
(1). Por eso se maravillaba con razón el santo Mártir de que alguien pudiese creer «que esta unidad,
fundada en la divina estabilidad y robustecida por medio de celestiales sacramentos, pudiese desgarrarse
en la Iglesia, y dividirse por el disentimiento de las voluntades discordes» (2). Porque siendo el cuerpo
místico de Cristo, esto es, la Iglesia, uno (I Cor. 12, 12), compacto y conexo (Efes. 4, 15), lo mismo que
su cuerpo físico, necedad es decir que el cuerpo místico puede constar de miembros divididos y
separados; «quien, pues, no está unido con él no es miembro suyo, ni está unido con su cabeza, que es
Cristo» (Efes. 5, 30; 1, 22).
Ahora bien, en esta única Iglesia de Cristo nadie vive y nadie persevera, que no reconozca y acepte con
obediencia la suprema autoridad de Pedro y de sus legítimos sucesores. ¿No fue acaso al Obispo de Roma
a quien obedecieron, como a sumo Pastor de las almas, los ascendientes de aquellos que hoy yacen
anegados en los errores de Focio, y de otros novadores? Alejáronse ¡ay! los hijos de la casa paterna, que
no por eso se arruinó ni pereció, sostenida como está perpetuamente por el auxilio de Dios. Vuelvan,
pues, al Padre común, que olvidando las injurias inferidas ya a la Sede Apostólica, los recibirá
amantísimamente. Porque, si, como ellos repiten, desean asociarse a Nos y a los Nuestros, ¿por qué no se
apresuran a venir a la Iglesia, «madre y maestra de todos los fieles de Cristo» (3)? Oigan cómo clamaba
en otro tiempo Lactancio: «Sólo la Iglesia Católica es la que conserva el culto verdadero. Ella es la
fuente de la verdad, la morada de la Fe, el templo de Dios; quienquiera que en él no entre o de él salga,
perdido ha la esperanza de vida y de salvación. Menester es que nadie se engaña a sí mismo con pertinaces discusiones. Lo que aquí se ventila es la vida y la salvación; a la cual si no se atiende con
diligente cautela, se perderá y se extinguirá» (4).
Vuelvan, pues, a la Sede Apostólica, asentada en esta ciudad de Roma, que consagraron con su sangre los
Príncipes de los Apóstoles San Pedro y San Pablo, a la Sede «raíz y matriz de la Iglesia Católica» (5);
vuelvan los hijos disidentes, no ya con el deseo y la esperanza de que «la Iglesia de Dios vivo, la columna
y sostén de la verdad» (I Tim. 3, 15), abdique de la integridad de su fe, y consienta los errores de ellos,
sino para someterse al magisterio y al gobierno de ella. Pluguiese al Cielo alcanzásemos felizmente Nos,
los que no alcanzaron tantos predecesores Nuestros: el poder abrazar con paternales entrañas a los hijos
que tanto nos duele ver separados de Nos por una funesta división.
[Plegaria a Cristo Nuestro Señor y a María Santísima]
Y ojalá Nuestro Divino Salvador, «el cual quiere que todos los hombres se salven y vengan al
conocimiento de la verdad» (I Tim. 2, 4), oiga Nuestras ardientes oraciones para que se digne llamar a la
unidad de la Iglesia a cuantos están separados de ella.
Con este fin, sin duda importantísimo, invocamos y queremos que se invoque la intercesión de la
Bienaventurada Virgen María, Madre de la Divina Gracia, develadora de todas las herejías y Auxilio de
los cristianos, para que cuanto antes nos alcance la gracia de ver alborear el deseadísimo día en que todos
los hombres oigan la voz de su divino Hijo, y «conserven la unidad del Espíritu Santo con el vínculo de la
paz» (Efes. 4, 3).
[Conclusión y bendición]
Bien comprendéis, Venerables Hermanos, cuánto deseamos Nos este retorno, y cuánto anhelamos que así
lo sepan todos Nuestros hijos, no solamente los católicos, sino también los disidentes de Nos; los cua
les, si imploran humildemente las luces del cielo, reconocerán, sin duda, a la verdadera Iglesia de Cristo,
y entrarán, por fin, en su seno, unidos con Nos en perfecta caridad. En espera de tal suceso, y como
prenda y auspicio de los divinos favores, y testimonio de Nuestra paternal benevolencia, a vosotros,
Venerables Hermanos, y a vuestro clero y pueblo, os concedemos de todo corazón la bendición
apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 6 de enero, fiesta de la Epifanía de Nuestro Señor Jesucristo, el 
año 1928, sexto de Nuestro Pontificado.
PÍO PAPA XI


Notas:
(1) San Cipriano, De la Unidad de la Iglesia (Migne, PL 4, col. 518-519).
(2) op. cit., col. 519-B y 520-A.
(3) Conc. Lateranense IV, c. 5 (Denzinger -ant.-, n. 436).
(4) Lactando Div. Inst. 4, 30. (Corp. Ser. E. Lat., vol. 19, pág. 397,11-12; Migne Pl. 6, col. 542-B a 543-
A).
(5) S. Cipr. Carta 38 al Papa San Cornelio. (Entre las cartas de S. Cornelio Papa; Migne P. 3 col. 733-B).

sábado, 6 de julio de 2013

HUMANI GENERIS

CARTA ENCÍCLICAHUMANI GENERIS
DEL SUMO PONTÍFICE
PÍO XII
SOBRE LAS FALSAS OPINIONES CONTRA LOS FUNDAMENTOS
DE LA DOCTRINA CATÓLICA

Las disensiones y errores del género humano en cuestiones religiosas y morales han sido siempre fuente y causa de intenso dolor para todas las personas de buena voluntad, y principalmente para los hijos fieles y sinceros de la Iglesia; pero en especial lo son hoy, cuando vemos combatidos aun los principios mismos de la civilización cristiana.
INTRODUCCIÓN
1. Ni es de admirar que siempre haya habido disensiones y errores fuera del redil de Cristo. Porque, aun cuando la razón humana, hablando absolutamente, procede con sus fuerzas y su luz natural al conocimiento verdadero y cierto de un Dios único y personal, que con su providencia sostiene y gobierna el mundo y, asimismo, al conocimiento de la ley natural, impresa por el Creador en nuestras almas; sin embargo, no son pocos los obstáculos que impiden a nuestra razón cumplir eficaz y fructuosamente este su poder natural. Porque las verdades tocantes a Dios y a las relaciones entre los hombres y Dios se hallan por completo fuera del orden de los seres sensibles; y, cuando se introducen en la práctica de la vida y la determinan, exigen sacrificio y abnegación propia.
2. Ahora bien: para adquirir tales verdades, el entendimiento humano encuentra dificultades, ya a causa de los sentidos o imaginación, ya por las malas concupiscencias derivadas del pecado original. Y así sucede que, en estas cosas, los hombres fácilmente se persuadan ser falso o dudoso lo que no quieren que sea verdadero. Por todo ello, ha de defenderse que la revelación divina es moralmente necesaria, para que, aun en el estado actual del género humano, con facilidad, con firme certeza y sin ningún error, todos puedan conocer las verdades religiosas y morales que de por sí no se hallan fuera del alcance de la razón [1].
Más aún; a veces la mente humana puede encontrar dificultad hasta para formarse un juicio cierto sobre la credibilidad de la fe católica, no obstante que Dios haya ordenado muchas y admirables señales exteriores, por medio de las cuales, aun con la sola luz de la razón se puede probar con certeza el origen divino de religión cristiana. De hecho, el hombre, o guiado por prejuicios o movido por las pasiones y la mala voluntad, puede no sólo negar la clara evidencia de esos indicios externos, sino también resistir a las inspiraciones que Dios infunde en nuestra almas.
3. Dando una mirada al mundo moderno, que se halla fuera del redil de Cristo, fácilmente se descubren las principales direcciones que siguen los doctos. Algunos admiten de hecho, sin discreción y sin prudencia, el sistema evolucionista, aunque ni en el mismo campo de las ciencias naturales ha sido probado como indiscutible, y pretenden que hay que extenderlo al origen de todas las cosas, y con temeridad sostienen la hipótesis monista y panteísta de un mundo sujeto a perpetua evolución. Hipótesis, de que se valen bien los comunistas para defender y propagar su materialismo dialéctico y arrancar de las almas toda idea de Dios.
La falsas afirmaciones de semejante evolucionismo, por las que se rechaza todo cuanto es absoluto, firme e inmutable, han abierto el camino a las aberraciones de una moderna filosofía , que, para oponerse al Idealismo, al Inmanentismo y al Pragmatismo se ha llamado a sí misma Existencialismo, porque rechaza las esencias inmutables de las cosas y sólo se preocupa de la existencia de los seres singulares.
Existe, además, un falso Historicismo que, al admitir tan sólo los acontecimientos de la vida humana, tanto en el campo de la filosofía como en el de los dogmas cristianos destruye los fundamentos de toda verdad y ley absoluta.
4. En medio de tal confusión de opiniones, nos es de algún consuelo ver a los que hoy no rara vez, abandonando las doctrinas de Racionalismo en que antes se habían formado, desean volver a las fuentes de la verdad revelada, y reconocer y profesar la palabra de Dios, conservada en la Sagrada Escritura como fundamentos de la teología. Pero al mismo tiempo lamentamos que no pocos de ésos, cuanto con más firmeza se adhieren a la palabra de Dios, tanto más rebajan el valor de la razón humana; y cuanto con más entusiasmo realzan la autoridad de Dios revelador, con tanta mayor aspereza desprecian el Magisterio de la Iglesia, instituido por nuestro Señor Jesucristo para guardar e interpretar las verdades revelada por Dios. Semejante desprecio no sólo se halla en abierta contradicción con la Sagrada Escritura, sino que se manifiesta en su propia falsedad por la misma experiencia. Porque con frecuencia hasta los mismos disidentes de la Iglesia se lamentan públicamente de la discordia entre ellos reinante en las cuestiones dogmáticas, de tal suerte que, aun no queriéndolo, se ven obligados a reconocer la necesidad de un Magisterio vivo.
5. Los teólogos y filósofos católicos, que tienen la difícil misión de defender e imprimir en las almas de los hombres las verdades divinas y humanas, no deben ignorar ni desatender estas opiniones que, más o menos, se apartan del recto camino. Aun más, es necesario que las conozcan bien, ya porque no se pueden curar las enfermedades si antes no son suficientemente conocidas; ya que en las mismas falsas afirmaciones se oculta a veces un poco de verdad; ya, por último, porque los mismos errores estimulan la mente a investigar y ponderar con mayor diligencia algunas verdades filosóficas o teológicas.
6. Si nuestros filósofos y teólogos procurasen tan sólo sacar este fruto de aquellas doctrinas estudiadas con cautela, no tendría por qué intervenir el Magisterio de la Iglesia. Pero, aunque sabemos que los maestros y estudiosos católicos en general se guardan de tales errores, Nos consta, sin embargo, que aún hoy no faltan quienes, como en los tiempos apostólicos, amando la novedad más de lo debido y temiendo ser tenidos por ignorantes de los progresos de la ciencia, procuran sustraerse a la dirección del sagrado Magisterio, y así se hallan en peligro de apartarse poco a poco e insensiblemente de la verdad revelada y arrastrar también a los demás hacía el error.
7. Señálese también otro peligro, tanto más grave cuanto más se oculta bajo la capa de virtud. Muchos deplorando la discordia del género humano y la confusión reinante en las inteligencias humanas, son movidos por un celo imprudente y llevados por un interno impulso y un ardiente deseo de romper las barreras que separan entre sí a las personas buenas y honradas; por ello, propugnan una especie tal de irenismo que, pasando por alto las cuestiones que dividen a los hombres, se proponen no sólo combatir en unión de fuerzas al arrollador ateísmo, sino también reconciliar las opiniones contrarias aun en el campo dogmático. Y como en otro tiempo hubo quienes se preguntaban si la apologética tradicional de la Iglesia no era más bien un impedimento que una ayuda en el ganar las almas para Cristo, así tampoco faltan hoy quienes se atreven a poner en serio la duda de si conviene no sólo perfeccionar, sino hasta reformar completamente, la teología y su método —tales como actualmente, con aprobación eclesiástica, se emplean en la enseñanza teológica—, a fin de que con mayor eficacia se propague el reino de Cristo en todo el mundo, entre los hombres todos, cualquiera que sea su civilización o su opinión religiosa.
Si los tales no pretendiesen sino acomodar mejor, con alguna renovación, la ciencia eclesiástica y su método a las condiciones y necesidades actuales, nada habría casi de temerse; mas, al contrario, algunos de ellos, abrasados por un imprudente irenismo, parecen considerar como un óbice para restablecer la unidad fraterna todo cuanto se funda en las mismas leyes y principios dados por Cristo y en las instituciones por El fundadas o cuanto constituye la defensa y el sostenimiento de la integridad de la fe, caído todo lo cual, seguramente la unificación sería universal, en la común ruina.
8. Los que, o por reprensible afán de novedad o por algún motivo laudable, propugnan estas nuevas opiniones, no siempre las proponen con el mismo orden, con la misma claridad o con los mismos términos, ni siempre con plena unanimidad de pareceres entre sí mismos; y de hecho, lo que hoy enseñan algunos más encubiertamente, con ciertas cautelas y distinciones, otros más audaces lo propalan mañana a las claras y sin limitaciones, con escándalo de muchos, sobre todo del clero joven, y con detrimento de la autoridad eclesiástica. Y aunque ordinariamente se suelen tratar, con mayor cautela, esas materias en los libros que se publican, con mayor libertad se habla ya en folletos distribuidos privadamente, ya en lecciones dactilografiadas, conferencias y reuniones. Estas doctrinas se divulgan no sólo entre los miembros de uno y otro clero, en los seminarios e institutos religiosos, sino también entre los seglares, sobre todo entre quienes se dedican a la educación e instrucción de la juventud.
I. DOCTRINAS ERRÓNEAS
9. En las materias de la teología, algunos pretenden disminuir lo más posible el significado de los dogmas y librar el dogma mismo de la manera de hablar tradicional ya en la Iglesia y de los conceptos filosóficos usados por los doctores católicos, a fin de volver, en la exposición de la doctrina católica, a las expresiones empleadas por las Sagradas Escrituras y por los Santos Padres. Así esperan que el dogma, despojado de los elementos que llaman extrínsecos a la revelación divina, se pueda coordinar fructuosamente con las opiniones dogmáticas de los que se hallan separados de la Iglesia, para que así se llegue poco a poco a la mutua asimilación entre el dogma católico y las opiniones de los disidentes.
Reducida ya la doctrina católica a tales condiciones, creen que ya queda así allanado el camino por donde se pueda llegar, según exigen las necesidades modernas, a que el dogma pueda ser formulado con las categorías de la filosofía moderna, ya se trate del Inmanentismo, o del Idealismo, o del Existencialismo, ya de cualquier otro sistema. Algunos más audaces afirman que esto se puede, y aún debe hacerse, porque los misterios de la fe —según ellos— nunca se pueden significar con conceptos completamente verdaderos, mas sólo con conceptos aproximativos —así los llaman ellos— y siempre mutables, por medio de los cuales de algún modo se manifiesta la verdad, sí, pero necesariamente también se desfigurara. Por eso no creen absurdo, antes lo creen necesario del todo, el que la teología, según los diversos sistemas filosóficos que en el decurso del tiempo le sirven de instrumento, vaya sustituyendo los antiguos conceptos por otros nuevos, de tal suerte que con fórmulas diversas y hasta cierto punto aun opuestas —equivalente, dicen ellos— expongan a la manera humana aquellas verdades divinas. Añaden que la historia de los dogmas consiste en exponer las varias formas que sucesivamente ha ido tomando la verdad revelada, según las diversas doctrinas y opiniones que a través de los siglos han ido apareciendo.
10. Por lo dicho es evidente que estas tendencias no sólo conducen al llamado relativismo dogmático, sino que ya de hecho lo contienen, pues el desprecio de la doctrina tradicional y de su terminología favorecen demasiado a ese relativismo y lo fomentan. Nadie ignora que los términos empleados, así en la enseñanza de la teología como por el mismo Magisterio de la Iglesia, para expresar tales conceptos, pueden ser perfeccionados y precisados; y sabido es, además, que la Iglesia no siempre ha sido constante en el uso de aquellos mismos términos. También es cierto que la Iglesia no puede ligarse a un efímero sistema filosófico; pero las nociones y los términos que los doctores católicos, con general aprobación, han ido reuniendo durante varios siglos para llegar a obtener algún conocimiento del dogma, no se fundan, sin duda, en cimientos tan deleznables. Se fundan, realmente, en principios y nociones deducidas del verdadero conocimiento de las cosas creadas; deducción realizada a la luz de la verdad revelada, que, por medio de la Iglesia, iluminaba, como una estrella, la mente humana. Por eso no es de admirar que algunas de estas nociones hayan sido no sólo empleadas, sino también aprobadas por los concilios ecuménicos, de tal suerte que no es lícito apartarse de ellas.
11. Por todas estas razones, pues, es de suma imprudencia el abandonar o rechazar o privar de su valor tantas y tan importantes nociones y expresiones que hombres de ingenio y santidad no comunes, bajo la vigilancia del sagrado Magisterio y con la luz y guía del Espíritu Santo, han concebido, expresado y perfeccionado —con un trabajo de siglos— para expresar las verdades de la fe, cada vez con mayor exactitud, y (suma imprudencia es) sustituirlas con nociones hipotéticas o expresiones fluctuantes y vagas de la nueva filosofía, que, como las hierbas del campo, hoy existen, y mañana caerían secas; aún más: ello convertiría el mismo dogma en una caña agitada por el viento. Además de que el desprecio de los términos y nociones que suelen emplear los teóricos escolásticos conducen forzosamente a debilitar la teología llamada especulativa, la cual, según ellos, carece de verdadera certeza, en cuanto que se funda en razones teológicas.
12. Por desgracia, estos amigos de novedades fácilmente pasan del desprecio de la teología escolática a tener en menos y aun a despreciar también el mismo Magisterio de la Iglesia, que con su autoridad tanto peso ha dado a aquella teología. Presentan este Magisterio como un impedimento del progreso y como un obstáculo de la ciencia; y hasta hay católicos que lo consideran como un freno injusto, que impide que algunos teólogos más cultos renueven la teología. Y aunque este sagrado Magisterio, en las cuestiones de fe y costumbres, debe ser para todo teólogo la norma próxima y universal de la verdad (ya que a él ha confiado nuestro Señor Jesucristo la custodia, la defensa y la interpretación del todo el depósito de la fe, o sea, las Sagradas Escrituras y la Tradición divina), sin embargo a veces se ignora, como si no existiese, la obligación que tienen todos los fieles de huir de aquellos errores que más o menos se acercan a la herejía, y, por lo tanto, de observar también las constituciones y decretos en que la Santa Sede ha proscrito y prohibido las tales opiniones falsas [2].
Hay algunos que, de propósito y habitualmente, desconocen todo cuanto los Romanos Pontífices han expuesto en las Encíclicas sobre el carácter y la constitución de la Iglesia; y ello, para hacer prevalecer un concepto vago que ellos profesan y dicen haber sacado de los antiguos Padres, especialmente de los griegos. Y, pues los sumos pontífices, dicen ellos, no quieren determinar nada en la opiniones disputadas entre los teólogos, se ha de volver a las fuentes primitivas, y con los escritos de los antiguos se han de explicar las constituciones y decretos del Magisterio.
13. Afirmaciones éstas, revestidas tal vez de un estilo elegante, pero que no carecen de falacia. Pues es verdad que los Romanos Pontífices, en general, conceden libertad a los teólogos en las cuestiones disputadas —en distintos sentidos— entre los más acreditados doctores; pero la historia enseña que muchas cuestiones que algún tiempo fueron objeto de libre discusión no pueden ya ser discutidas.
14. Ni puede afirmarse que las enseñanzas de las encíclicas no exijan de por sí nuestro asentimiento, pretextando que los Romanos Pontífices no ejercen en ellas la suprema majestad de su Magisterio.
Pues son enseñanzas del Magisterio ordinario, para las cuales valen también aquellas palabras: El que a vosotros oye, a mí me oye[3]; y la mayor parte de las veces, lo que se propone e inculca en las Encíclicas pertenece ya —por otras razones— al patrimonio de la doctrina católica. Y si los sumos pontífices, en sus constituciones, de propósito pronuncian una sentencia en materia hasta aquí disputada, es evidente que, según la intención y voluntad de los mismos pontífices, esa cuestión ya no se puede tener como de libre discusión entre los teólogos.
15. También es verdad que los teólogos deben siempre volver a las fuentes de la Revelación divina, pues a ellos toca indicar de qué manera se encuentre explícita o implícitamente [4] en la Sagrada Escritura y en la divina tradición lo que enseña el Magisterio vivo. Además, las dos fuentes de la doctrina revelada contienen tantos y tan sublimes tesoros de verdad, que nunca realmente se agotan. Por eso, con el estudio de las fuentes sagradas se rejuvenecen continuamente las sagradas ciencias, mientras que, por lo contrario, una especulación que deje ya de investigar el depósito de la fe se hace estéril, como vemos por experiencia. Pero esto no autoriza a hacer de la teología, aun de la positiva, una ciencia meramente histórica. Porque junto con esas sagradas fuentes, Dios ha dado a su Iglesia el Magisterio vivo, para ilustrar también y declarar lo que en el Depósito de la fe no se contiene sino oscura y como implícitamente. Y el divino Redentor no ha confiado la interpretación auténtica de este depósito a cada uno de sus fieles, ni un a los teólogos, sino sólo al Magisterio de la Iglesia. Y si la Iglesia ejerce este su oficio (como con frecuencia lo ha hecho en el curso de los siglos con el ejercicio, ya ordinario, ya extraordinario, del mismo oficio), es evidentemente falso el método que trata de explicar lo claro con lo oscuro; antes bien, es menester que todos sigan el orden inverso. Por los cual, nuestro predecesor, de inmortal memoria, Pío IX, al enseñar que es deber nobilísimo de la teología mostrar cómo una doctrina definida por la Iglesia se contiene en las fuentes, no sin grave motivo añadió aquellas palabras: con el mismo sentido, con que ha sido definida por la Iglesia.
16. Volviendo a las nuevas teorías de que tratamos antes, algunos proponen o insinúan en los ánimos muchas opiniones que disminuyen la autoridad divina de la Sagrada Escritura, pues se atreven a adulterar el sentido de las palabras con que el concilio Vaticano define que Dios es el autor de la Sagrada Escritura y renuevan una teoría, ya muchas veces condenada, según la cual la inerrancia de la Sagrada Escritura se extiende sólo a los textos que tratan de Dios mismo, de la religión o de la moral. Más aún: sin razón hablan de un sentido humano de la Biblia, bajo el cual se oculta el sentido divino, que es, según ellos, el sólo infalible. En la interpretación de la Sagrada Escritura no quieren tener en cuenta la analogía de la fe ni la tradición de la Iglesia, de manera que la doctrina de los Santos Padres y del sagrado Magisterio, debe ser medida por la de las Sagradas Escrituras, explicadas —éstas— por los exegetas de un modo meramente humano, más bien que exponer las Sagradas Escrituras según la mente de la Iglesia, que ha sido constituida por Nuestro Señor Jesucristo como guarda e intérprete de todo el depósito de las verdades reveladas.
17. Además, el sentido literal de la Sagrada Escritura y su exposición, que tantos y tan eximios exegetas, bajo la vigilancia de la Iglesia, han elaborado, deben ceder el puesto, según las falsas opiniones de éstos [los nuevos], a una nueva exégesis que llaman simbólica o espiritual, con la cual los libros del Antiguo Testamento, que actualmente en la Iglesia son como una fuente cerrada y oculta, llegarían por fin a abrirse para todos. De esta manera, afirman, desaparecen todas las dificultades, que solamente encuentran los que se atienen al sentido literal de las Sagradas Escrituras.
18. Todos ven cuánto se apartan estas opiniones de los principios y normas hermenéuticas justamente establecidas por nuestros predecesores, de feliz memoria, León XIII, en la encíclica Providentissimus, y Benedicto XV, en la encíclica Spiritus Paraclitus, y también por Nos mismo en la encíclica Divino afflante Spiritu.
19. No hay, pues, que admirarse que estas novedades hayan producido frutos venenosos ya en casi todos los tratados de teología. Se pone en duda si la razón humana, sin la ayuda de la divina revelación y de la divina gracia, puede demostrar la existencia de un Dios personal con argumentos deducidos de las cosas creadas; se niega que el mundo haya tenido principio, y se afirma que la creación del mundo es necesaria, pues procede de la necesaria liberalidad del amor divino; se niega asimismo a Dios la presencia eterna e infalible de las acciones libres de los hombres: opiniones todas contrarias del concilio Vaticano [5]
20. También hay algunos que plantean el problema de si los ángeles son personas; y si hay diferencia esencial entre la materia y el espíritu. Otros desvirtúan el concepto del carácter gratuito del orden sobrenatural, pues defienden que Dios no puede crear seres inteligentes sin ordenarlos y llevarlos a la visión beatífica. Y, no contentos con esto, contra las definiciones del concilio de Trento, destruyen el concepto del pecado original, junto con el del pecado en general en cuanto ofensa de Dios, así como también el de la satisfacción que Cristo ha dado por nosotros. Ni faltan quienes sostienen que la doctrina de la transubstanciación, al estar fundada sobre un concepto ya anticuado de la sustancia, debe ser corregida de manera que la presencia real de Cristo en la Eucaristía quede reducida a un simbolismo, según el cual las especies consagradas no son sino señales eficaces de la presencia espiritual de Cristo y de su íntima unión en el Cuerpo místico con los miembros fieles.
21. Algunos no se consideran obligados por la doctrina —que, fundada en las fuentes de la revelación, expusimos Nos hace pocos años en una Encíclica—, según la cual el Cuerpo místico de Cristo y la Iglesia católica romana son una sola y misma cosa [6]. Otros reducen a una pura fórmula la necesidad de pertenecer a la verdadera Iglesia para conseguir la salud eterna. Otros, finalmente, no admiten el carácter racional de los signos de la credibilidad de la fe cristiana.
22. Es notorio que estos y otros errores semejantes se propagan entre algunos hijos nuestros, equivocados por un imprudente celo o por una ciencia falsa; y con tristeza nos vemos obligados a repetirles —a estos hijos— verdades conocidísimas y errores manifiestos, señalándoles con preocupación los peligros del error.
Todos conocen bien cuánto estima la Iglesia el valor de la humana razón, cuyo oficio es demostrar con certeza la existencia de un solo Dios personal, comprobar invenciblemente los fundamentos de la misma fe cristiana por medio de sus notas divinas, establecer claramente la ley impresa por el Creador en las almas de los hombres y, por fin, alcanzar algún conocimiento, siquiera limitado, aunque muy fructuoso, de los misterios [7].
II. DOCTRINA DE LA IGLESIA
23. Pero este oficio sólo será cumplido bien y seguramente, cuando la razón esté convenientemente cultivada, es decir, si hubiere sido nutrida con aquella sana filosofía, que es como un patrimonio heredado de las precedentes generaciones cristianas, y que, por consiguiente, goza de una mayor autoridad, por que el mismo Magisterio de la Iglesia ha utilizado sus principios y sus principales asertos, manifestados y precisados lentamente, a través de los tiempos, por hombres de gran talento, para comprobar la misma divina revelación. Y esta filosofía, confirmada y comúnmente aceptada por la Iglesia, defiende el verdadero y genuino valor del conocimiento humano, los inconcusos principios metafísicos —a saber: los de razón suficiente, causalidad y finalidad— y, finalmente sostiene que se puede llegar a la verdad cierta e inmutable.
24. En tal filosofía se exponen, es cierto, muchas cosas que ni directa ni indirectamente se refieren a la fe o las costumbres, y que, por lo mismo, la Iglesia deja a la libre disputa de los especialistas; pero no existe la misma libertad en muchas otras materias, principalmente en lo que toca a los principios y a los principales asertos que poco ha hemos recordado. Aun en estas cuestiones esenciales se puede vestir a la filosofía con más aptas y ricas vestiduras, reforzarla con más eficaces expresiones, despojarla de cierta terminología escolar menos conveniente, y hasta enriquecerla —pero con cautela— con ciertos elementos dejados a la elaboración progresiva del pensamiento humano; pero nunca es lícito derribarla o contaminarla con falsos principios, ni estimarla como un gran monumento, pero ya anticuado. Pues la verdad y sus expresiones filosóficas no pueden estar sujetas a cambios continuos, principalmente cuando se trate de los principios que la mente humana conoce por sí misma o de aquellos juicios que se apoyan tanto en la sabiduría de los siglos como en el consentimiento y fundamento aun de la misma revelación divina. Ninguna verdad, que la mente humana hubiese descubierto mediante una sincera investigación, puede estar en contradicción con otra verdad ya alcanzada, porque Dios la suma Verdad, creó y rige la humana inteligencia no para que cada día oponga nuevas verdades a las ya realmente adquiridas, sino para que, apartados los errores que tal vez se hayan introducido, vaya añadiendo verdades a verdades de un modo tan ordenado y orgánico como el que aparece en la constitución misma de la naturaleza de las cosas, de donde se extrae la verdad. Por ello, el cristiano, tanto filósofo como teólogo, no abraza apresurada y ligeramente las novedades que se ofrecen todos los días, sino que ha de examinarlas con la máxima diligencia y ha de someterlas a justo examen, no sea que pierda la verdad ya adquirida o la corrompa, ciertamente con grave peligro y daño aun para la fe misma.
25. Considerando bien todo lo ya expuesto más arriba, fácilmente se comprenderá porqué la Iglesia exige que los futuros sacerdotes sean instruidos en las disciplinas filosóficas según el método, la doctrina y los principios del Doctor Angélico [8], pues por la experiencia de muchos siglos sabemos ya bien que el método del Aquinatense se distingue por una singular excelencia, tanto para formar a los alumnos como para investigar la verdad, y que, además, su doctrina está en armonía con la divina revelación y es muy eficaz así para salvaguardar los fundamentos de la fe como para recoger útil y seguramente los frutos de un sano progreso [9].
26. Por ello es muy deplorable que hoy en día algunos desprecien una filosofía que la Iglesia ha aceptado y aprobado, y que imprudentemente la apelliden anticuada por su forma y racionalística (así dicen) por el progreso psicológico. Pregonan que esta nuestra filosofía defiende erróneamente la posibilidad de una metafísica absolutamente verdadera; mientras ellos sostienen, por lo contrario, que las verdades, principalmente las trascendentales, sólo pueden convenientemente expresarse mediante doctrinas dispares que se completen mutuamente, aunque en cierto modo sean opuestas entre sí. Por ello conceden que la filosofía enseñada en nuestras escuelas, con su lúcida exposición y solución de los problemas, con su exacta precisión de conceptos y con sus claras distinciones, puede ser útil como preparación al estudio de la teología escolástica, como se adaptó perfectamente a la mentalidad del Medievo; pero —afirman— no es un método filosófico que responda ya a la cultura y a las necesidades modernas. Agregan, además, que la filosofía perenne no es sino la filosofía de las esencias inmutables, mientras que la mente moderna ha de considerar la existencia de los seres singulares y la vida en su continua evolución. Y mientras desprecian esta filosofía ensalzan otras, antiguas o modernas, orientales u occidentales, de tal modo que parecen insinuar que, cualquier filosofía o doctrina opinable, añadiéndole —si fuere menester— algunas correcciones o complementos, puede conciliarse con el dogma católico. Pero ningún católico puede dudar de cuán falso sea todo eso, principalmente cuando se trata de sistemas como el Inmanentismo, el Idealismo, el Materialismo, ya sea histórico, ya dialéctico, o también el Existencialismo, tanto si defiende el ateísmo como si impugna el valor del raciocinio en el campo de la metafísica.
Por fin, achacan a la filosofía enseñada en nuestras escuelas el defecto de que, en el proceso del conocimiento, atiende sólo a la inteligencia, menospreciando el oficio de la voluntad y de los sentimientos. Lo cual no es verdad. La filosofía cristiana, en efecto, nunca ha negado la utilidad y la eficacia de las buenas disposiciones que todo espíritu tiene para conocer y abrazar los principios religiosos y morales; más aún: siempre ha enseñado que la falta de tales disposiciones puede ser la causa de que el entendimiento, bajo el influjo de las pasiones y de la mala voluntad, de tal manera se obscurezca que no pueda ya llegar a ver con rectitud. Y el Doctor común cree que el entendimiento puede en cierto modo percibir los más altos bienes correspondientes al orden moral, tanto natural como sobrenatural, en cuanto que experimenta en lo íntimo una cierta efectiva connaturalidad con esos mismos bienes, ya sea natural, ya por medio de la gracia divina [10]; y se comprende bien cómo ese conocimiento, por poco claro que sea, puede ayudar a la razón en sus investigaciones. Pero una cosa es reconocer la fuerza de la voluntad y de los sentimientos para ayudar a la razón a alcanzar un conocimiento más cierto y más seguro de las cosas morales, y otra lo que intentan estos innovadores, esto es, atribuir a la voluntad y a los sentimientos un cierto poder de intuición y afirmar que el hombre, cuando con la razón no puede ver con claridad lo que debería abrazar como verdadero, acude a la voluntad, gracias a la cual elige libremente para resolverse entre las opiniones opuestas, con lo cual de mala manera mezclan el conocimiento y el acto de la voluntad.
27. No es de maravillar que, con estas nuevas opiniones, estén en peligro las dos disciplinas filosóficas que por su misma naturaleza están estrechamente relacionadas con la doctrina católica, a saber: la teodicea y la ética. Sostienen ellos que el oficio de éstas no es demostrar con certeza alguna verdad tocante a Dios o a cualquier otro ser trascendente, sino más bien el mostrar que cuanto la fe enseña acerca de Dios personal y de sus preceptos, es enteramente conforme a las necesidades de la vida, y que por lo mismo todos deben abrazarlo para evitar la desesperación y alcanzar la salvación eterna. Afirmaciones éstas, claramente opuestas a las enseñanzas de nuestros predecesores León XIII y Pío X, e inconciliables con los decretos del concilio Vaticano. Inútil sería el deplorar tales desviaciones de la verdad si, aún en el campo filosófico, todos mirasen con la debida reverencia al Magisterio de la Iglesia, la cual por divina institución tiene la misión no sólo de custodiar e interpretar el depósito de la verdad revelada, sino también vigilar sobre las mismas disciplinas filosóficas para que los dogmas no puedan recibir daño alguno de las opiniones no rectas.
III. LAS CIENCIAS
28. Resta ahora decir algo sobre determinadas cuestiones que, aun perteneciendo a las ciencias llamadas positivas, se entrelazan, sin embargo, más o menos con las verdades de la fe cristiana. No pocos ruegan con insistencia que la fe católica tenga muy en cuenta tales ciencias; y ello ciertamente es digno de alabanza, siempre que se trate de hechos realmente demostrados; pero es necesario andar con mucha cautela cuando más bien se trate sólo de hipótesis, que, aun apoyadas en la ciencia humana, rozan con la doctrina contenida en la Sagrada Escritura o en la tradición. Si tales hipótesis se oponen directa o indirectamente a la doctrina revelada por Dios, entonces sus postulados no pueden admitirse en modo alguno.
29. Por todas estas razones, el Magisterio de la Iglesia no prohíbe el que —según el estado actual de las ciencias y la teología— en las investigaciones y disputas, entre los hombres más competentes de entrambos campos, sea objeto de estudio la doctrina del evolucionismo, en cuanto busca el origen del cuerpo humano en una materia viva preexistente —pero la fe católica manda defender que las almas son creadas inmediatamente por Dios—. Mas todo ello ha de hacerse de manera que las razones de una y otra opinión —es decir la defensora y la contraria al evolucionismo— sean examinadas y juzgadas seria, moderada y templadamente; y con tal que todos se muestren dispuestos a someterse al juicio de la Iglesia, a quien Cristo confirió el encargo de interpretar auténticamente las Sagradas Escrituras y defender los dogmas de la fe [11]. Pero algunos traspasan esta libertad de discusión, obrando como si el origen del cuerpo humano de una materia viva preexistente fuese ya absolutamente cierto y demostrado por los datos e indicios hasta el presente hallados y por los raciocinios en ellos fundados; y ello, como si nada hubiese en las fuentes de la revelación que exija la máxima moderación y cautela en esta materia.
30. Mas, cuando ya se trata de la otra hipótesis, es a saber, la del poligenismo, los hijos de la Iglesia no gozan de la misma libertad, porque los fieles cristianos no pueden abrazar la teoría de que después de Adán hubo en la tierra verdaderos hombres no procedentes del mismo protoparente por natural generación, o bien de que Adán significa el conjunto de muchos primeros padres, pues no se ve claro cómo tal sentencia pueda compaginarse con cuanto las fuentes de la verdad revelada y los documentos del Magisterio de la Iglesia enseñan sobre el pecado original, que procede de un pecado en verdad cometido por un solo Adán individual y moralmente, y que, transmitido a todos los hombres por la generación, es inherente a cada uno de ellos como suyo propio [12].
31. Y como en las ciencias biológicas y antropológicas, también en las históricas algunos traspasan audazmente los límites y las cautelas que la Iglesia ha establecido. De un modo particular es deplorable el modo extraordinariamente libre de interpretar los libros del Antiguo Testamento. Los autores de esa tendencia, para defender su causa, sin razón invocan la carta que la Comisión Pontificia para los Estudios Bíblicos envió no hace mucho tiempo al arzobispo de París [13]. La verdad es que tal carta advierte claramente cómo los once primeros capítulos del Génesis, aunque propiamente no concuerdan con el método histórico usado por los eximios historiadores grecolatinos y modernos, no obstante pertenecen al género histórico en un sentido verdadero, que los exegetas han de investigar y precisar; los mismos capítulos —lo hace notar la misma carta—, con estilo sencillo y figurado, acomodado a la mente de un pueblo poco culto, contienen ya las verdades principales y fundamentales en que se apoya nuestra propia salvación, ya también una descripción popular del origen del género humano y del pueblo escogido.
32. Mas si los antiguo hagiógrafos tomaron algo de las tradiciones populares —lo cual puede ciertamente concederse—, nunca ha de olvidarse que ellos obraron así ayudados por la divina inspiración , la cual los hacía inmunes de todo error al elegir y juzgar aquellos documentos. Por lo tanto, las narraciones populares incluidas en la Sagrada Escritura, en modo alguno pueden compararse con las mitologías u otras narraciones semejantes, las cuales más bien proceden de una encendida imaginación que de aquel amor a la verdad y a la sencillez que tanto resplandece en los libros Sagrados, aun en los del Antiguo Testamento, hasta el punto de que nuestros hagiógrafos deben ser tenidos en este punto como claramente superiores a los escritores profanos.
33. En verdad sabemos Nos cómo la mayoría de los doctores católicos, consagrados a trabajar con sumo fruto en las universidades, en los seminarios y en los colegios religiosos, están muy lejos de esos errores, que hoy abierta u ocultamente se divulgan o por cierto afán de novedad o por un inmoderado celo de apostolado. Pero sabemos también que tales nuevas opiniones hacen su presa entre los incautos, y por lo mismo preferimos poner remedio en los comienzos, más bien que suministrar una medicina, cuando la enfermedad esté ya demasiado inveterada. Por lo cual, después de meditarlo y considerarlo largamente delante del Señor, para no faltar a nuestro sagrado deber, mandamos a los obispos y a los superiores generales de las órdenes y congregaciones religiosas, cargando gravísimamente sus consecuencias, que con la mayor diligencia procuren el que ni en las clases, ni en reuniones o conferencias, ni con escritos de ningún género se expongan tales opiniones, en modo alguno, ni a los clérigos ni a los fieles cristianos.
34. Sepan cuantos enseñan en Institutos eclesiásticos que no pueden en conciencia ejercer el oficio de enseñar que les ha sido concedido, si no acatan con devoción las normas que hemos dado y si no las cumplen con toda exactitud en la formación de sus discípulos. Esta reverencia y obediencia que en su asidua labor deben ellos profesar al Magisterio de la Iglesia, es la que también han de infundir en las mentes y en los corazones de sus discípulos.
Esfuércense por todos medios y con entusiasmo para contribuir al progreso de las ciencias que enseñan; pero eviten también el traspasar los límites por Nos establecidos para la defensa de la fe y de la doctrina católica. A las nuevas cuestiones que la moderna cultura y el progreso del tiempo han hecho de gran actualidad, dediquen los resultados de sus más cuidadosas investigaciones, pero con la conveniente prudencia y cautela; finalmente, no crean, cediendo a un falso irenismo, que pueda lograrse una feliz vuelta —a la Iglesia— de los disidentes y los que están en el error, si la verdad íntegra que rige en la Iglesia no es enseñada a todos sinceramente, sin ninguna corrupción y sin disminución alguna.
Fundados en esta esperanza, que vuestra pastoral solicitud aumentará todavía, como prenda de los dones celestiales y en señal de nuestra paternal benevolencia, a todos vosotros, venerables hermanos, a vuestro clero y a vuestro pueblo, impartimos con todo amor la bendición apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 12 de agosto de 1950, año duodécimo de nuestro pontificado.
PÍO PP. XII

NOTAS
[1] Conc. Vat. DB 1876, Const. De Fide cath. cap. 2: De revelatione.
[2] CIC c. 1324; cf. Conc. Vat. DB 1820, Const. De Fide cath. cap. 4: De Fide et ratione.
[3] Lc 10, 16.
[4] Pío IX, Inter gravIssimas 28 oct. 1870: Acta 1, 260.
[5] Cf. Conc. Vat. i: Const. De Fide cath. cap. 1: De Deo rerum omnium creatore.
[6] Cf. enc. Mystici Corporis Christi, AAS 34 (1942), 193 ss.
[7] Cf. Conc. Vat. I: DB 1796.
[8] CIC can. 1366, 2.
[9] AAS 38 (1946) 387.
[10] Cf. Sum. theol. II-II. q.1 a.4 y 3 y q. 45, a.2 c.
[11] Cf. Alloc. Pont. ad membra Academiae Scientiarum, 30 nov. 1941: AAS 33 (1941) 506.
[12] Cf. Rom. 5, 12-19; Conc. Trid. ses. 5, can. 1-4.
[13]. 16 en. 1948: AAS. 40 (1948) 45-48.